The Chinese Long March 5B booster – a sword of Damocles that has been barreling around the globe for days – finally called a halt early Sunday morning by dropping into the ocean. The final resting place, near the Maldives, is 500 miles from India’s southernmost tip. The booster returned to Earth in peace and caused neither death nor damage.
Since no one was hurt, it’s tempting to brush this off as a harmless, one-time event, unlikely to trouble us in the future. But that’s not true. Nations will continue to hurl rockets and payloads into the sky, and the pace is bound to increase as launches become cheaper. This guarantees that space junk will be a growing concern, and not just for Chicken Little and other paranoid poultry. It’s already a threat here on the ground. But it’s also a problem a few hundred miles up, where the density of dead satellites and disused rocket bodies could become a barrier to space exploration.
Worrisome threats from the skies are hardly new (ask the dinosaurs), and Nature has been mindlessly pummeling our planet with rocks for more than four billion years. But as the Long March booster makes clear, humans are now giving the cosmos real competition. We’re hurling hardware into orbit at the rate of about one hundred launches per year, and most of it will eventually come back down.
Everything sent into low-Earth orbit (the most coveted region of nearby space) is eventually slowed by friction as it highballs through the rarified air found a few hundred miles up. This drag triggers an accelerating death spiral when the hardware dips into denser atmosphere below. Eventually, it either completely burns up or, if it’s large enough, its charred leftovers will crash to the ground. The latter scenario is a familiar story; in 1961 falling debris killed a cow in Cuba.
In other words, what goes up usually comes down. But before building a bomb shelter, it’s instructive to consider the chances that a dead satellite or an expended rocket will ruin your weekend. Humans and their infrastructure are, frankly, tiny targets. More than two-thirds of the Earth is covered by ocean, and most of the rest is farmland, desert, polar ice, or mountainous terrain. Close your eyes and throw a dart at a globe. The odds that you’ll hit the sprawling city of Los Angeles are 400 thousand to one.
But the number of darts is growing. There are currently more than six thousand satellites orbiting Earth. Sure, half of them are dead, but that distinction will be of little consolation if one punches through your roof. With so many objects above our heads, the rain of debris will continue.
However, there are cures for this growing threat, and they’re hardly rocket science. Well, in fact they are rocket science. Imagine fitting every large satellite with an auxiliary thruster. When the satellite reaches its use-by date, the thruster fires and kicks the defunct satellite upstairs, to a roomier graveyard orbit where the atmosphere is far thinner. It could safely hang out there for millions of years, out of sight, out of mind, and out of the way.
Of course, installing this kind of system in everything that rolls onto a launch pad costs money – both the direct expense of the necessary technology as well as the opportunity cost of sacrificing additional payload. But countries might agree to do this, considering it a tax for the common good.
Other proposed ideas don’t depend on expired hardware taking itself off the field. For example, the space industry could build a fleet of specialized satellites fitted with giant nets or harpoons to collect debris. Alternatively they could use high-powered lasers to alter the orbits of unwanted hardware or blast it into pieces small enough to burn up completely on their way down.
Since powerful lasers would be useful to the military, it’s reasonable to expect that devices able to decimate something the size of a Volkswagen Beetle 300 miles up could be a reality within a few decades. Think of the employment opportunities for those raised on shoot-em-up video games.
In any case, doing nothing about space junk won’t be an option much longer. That’s because of a destructive chain reaction described by NASA scientist Donald Kessler in the late 1970s. As the density of space junk increases, the chance of collision also increases. And collisions produce more debris, which leads to yet more collisions. The resulting cascade of impacts will quickly turn a dense region of space into a belt of pulverized metal and plastic, an abrasive gauntlet that would destroy any rocket trying to get through. The space age would end. This so-called Kessler syndrome is a compelling reason to keep space tidy.
Clearly, there are many ways to prevent space age hardware from raining down on us or blocking our way to the Moon and planets. But as the Long March booster demonstrates, we’re still kicking this can down the road. Until we acknowledge that the orbital spaces that surround Earth are a limited resource, you can say that Ms Little’s paranoia is justified.
Chicken Little tenía razón.
Por Seth Shostak, Astrónomo Senior
Traducido por Lourdes Cahuich
El propulsor del Long March 5B chino – una espada de Damocles que ha estado dando vueltas alrededor del globo por días – finalmente se detuvo el domingo en la mañana al caer al océano. El lugar de descanso final está a unos 805 kilómetros del extremo más sur de India. El propulsor regresó a la Tierra en paz y sin causar muerte o daño.
Ya que nadie salió herido, sería tentador descartar el evento como inocuo y de única ocasión, algo que no nos afectará en el futuro, pero eso no es cierto. Las naciones continuarán enviando cohetes y cargas al espacio y el ritmo aumentará conforme los lanzamientos se vuelvan más baratos. Esto garantiza que la basura espacial será una amenaza que aumenta y no solo por “Chicken Little” y otras aves paranoicas. Esto ya fue una amenaza aquí en el sueño, pero también es un problema algunos cientos de kilómetros por nuestras cabezas, donde la cantidad de satélites desactivados y restos de cohetes en desuso podría volverse una barrera en la exploración espacial.
Las peligrosas amenazas desde los cielos no son nuevas, la naturaleza ha golpeado nuestro planeta con rocas, sin cesar desde hace más de 4 mil millones de años. Pero, como dejó claro el propulsor del Long March, los humanos estamos dando buena competencia al Cosmos en este asunto: llevamos hardware a órbita a un ritmo de cien lanzamientos por año y la mayoría de ellos, eventualmente, caerán al suelo.
Todo lo que enviamos a la órbita baja de la Tierra (la región más deseada del espacio cercano) va a ser alentado, conforme pase el tiempo, por la fricción constante del aire rarificado que se encuentra a algunos cientos de kilómetros hacia arriba. Esta fricción ocasionará una espiral mortal acelerada cuando el hardware caiga en la atmósfera densa que está abajo. Eventualmente se quemará por completo o, si es lo suficientemente grande, sus restos carbonizados se estrellarán contra el suelo. El último escenario no es algo extraño pues en 1961 una vaca murió debido a basura espacial que cayó.
En otras palabras, lo que sube tiene que bajar, pero antes de que construya un refugio antibombas, es educativo considerar las probabilidades de que su fin de semana sea arruinado por un satélite desactivado o un cohete desechado. Los humanos y sus infraestructuras son, francamente, objetivos pequeños. Más de dos tercios del planeta están cubiertos por el océano y la mayor parte del resto son pastizales, desiertos, hielo polar o terreno montañoso. Cierre sus ojos y lance un dardo a un globo terráqueo, la probabilidad de que le atine a la gran ciudad de Los Ángeles es de 400 a uno.
Pero el número de dardos está aumentando, existen más de seis mil satélites en órbita de la Tierra. Sin duda la mitad de ellos están desactivados, pero esa distinción será de poco consuelo si uno atraviesa su techo; con tantos objetos por encima de nuestras cabezas, la lluvia de escombros continuará.
Sin embargo, existen soluciones para esta amenaza creciente y no son complicadas....bueno, algunas de ellas sí lo son: imagine colocar un propulsor auxiliar en cada uno de los satélites grandes y cuando el satélite alcance el final de su vida útil, se enciende el propulsor y se lleva al satélite desactivado hacia arriba, a un cementerio orbital más amplio, en donde la atmósfera sea mucho más delgada. El satélite podría permanecer ahí durante millones de años, sin ser visto, sin ser recordado y fuera de nuestro camino.
Por supuesto, la instalación de este tipo de sistemas en todas las cosas que vayan a ser lanzadas al espacio va a costar dinero -tanto como gasto directo en la tecnología necesaria, así como el costo de oportunidad de sacrificar carga adicional. Pero los países podrían estar de acuerdo en hacer esto, considerándolo como un impuesto para el bien común.
Otra idea propuesta no depende de que el hardware caduco se mueva a sí mismo fuera del camino. Por ejemplo, la industria espacial podría construir una flota de satélites especializados, equipados con redes gigantes o arpones para recolectar los restos. De forma alternativa, estos podrían usar láseres potentes para alterar las órbitas del hardware no deseado o dispararles y convertirlos en pedazos lo suficientemente pequeños para quemarse por completo al momento de caer.
Ya que los láseres con el poder suficiente para hacerlo serían útiles para la milicia, es razonable esperar que los dispositivos capaces de destruir algo del tamaño de un Volkswagen Beetle a 483 kilómetros hacia arriba, podrían ser una realidad dentro de algunas décadas. Piense en las oportunidades de empleo para aquellos que crecieron con videojuegos de disparo.
De cualquier manera, el no hacer algo con respecto a la basura espacial no seguirá siendo una opción por mucho tiempo. Eso es por la destructiva reacción en cadena descrita por el científico de NASA, Donal Kessler, a finales de la década de 1970. Conforme aumenta la densidad de la basura espacial, también aumentará la probabilidad de colisiones y las colisiones producen más basura, lo que ocasionará aún más colisiones. La cascada de impactos resultante volverá rápidamente una densa región del espacio en un cinturón de metal y plástico pulverizado, un guantelete abrasivo que podría destruir cualquier cohete que trate de pasar a través de él. Eso pondría fin a la era espacial. El llamado síndrome de Kessler es una razón convincente para mantener limpio el espacio.
Claramente existen muchas formas de evitar que el hardware de la era espacial llueva sobre nosotros o bloquee nuestro camino hacia la Luna y los planetas. Pero como lo demostró el propulsor Long March, seguimos evandiendo este problema y hasta que aceptemos que el espacio orbital alrededor de la Tierra es un recurso limitado, podríamos decir que la paranoia de “Chicken Little” está justificada.